Aprovechar las capacidades innatas es una forma de realizarse personalmente.
No hacerlo constituye un agravio hacia uno mismo y hacia los demás.
Un día, de visita en casa de una amiga, vi unos dibujos magníficos. Apuntes de rostros hechos a lápiz, con un trazo extraordinario. Le pregunté por el autor y me contestó que los había realizado su abuelo en su juventud. Una vez casado, la familia lo presionó para que abandonara el mundillo artístico y nunca volvió a dibujar.
Otro fui a pasar unos días a un pueblo castellano con un amigo, que me presentó a una mujer de campo, ya jubilada y con nietos, que soñó una noche con ángeles, con unos ángeles que tenían alas de fuego; y a partir de ese día supo que tenía que pintarlos. Así que luchó contra sus inhibiciones y los prejuicios hasta que consiguió que la llevaran a la capital, donde compró pinturas y lienzos y realizó unos cuadros con una fuerza interior y una carga simbólica impresionantes.
Todas, todos, conocemos personas con cualidades especiales. Gente que posee un don innato para el dibujo, las matemáticas, las relaciones personales o cualquier otra cosa. Y algunas de estas personas han desarrollado este don, han conseguido un cierto nivel de realización personal y han transmitido esa felicidad a los que las rodean.
Y sin embargo… todos, todas, conocemos a ese otro tipo de personas que, teniendo también algunos de esos dones, los han desaprovechado o los están desaprovechando constantemente. ¿Quién no conoce a alguien inteligente pero que vive realizando un trabajo que no le llena, a quien tiene una sensibilidad especial para la música pero nunca ha pasado de las cuatro tonadas de la guitarra?
Se podría tildar a estas personas de perezosas, pero en muchas ocasiones no es ésa la cuestión. La pereza no es más que la exageración de una tendencia natural hacia un descanso reparador o un ocio necesario para el equilibrio; y muchas de estas personas, además, trabajan mucho en otros aspectos. Ahora bien, si no es pereza ¿qué es entonces?
Una renuncia voluntaria
La respuesta creo que es la acidia. Desde una perspectiva psicológica la explicación es compleja, pero los teólogos medievales que acuñaron el término definieron la acidia como un pecado grave que consistía en la renuncia a ser todo lo que se puede llegar a ser.
Según ellos, Dios, en su acto creativo, nos dio unos dones para que los utilizáramos en nuestro beneficio y en el de los demás; no hacerlo constituía, por tanto, un agravio al creador, un acto de desprecio y una muestra de desagradecimiento hacia la obra divina.
Pienso de nuevo en el abuelo de mi amiga y en tantas otras personas que he conocido como él; y en todo el capital humano que se pierde cada día por culpa de esa renuncia voluntaria a Ser. En lo mucho mejor que podría ser un mundo en donde la gente que ha recibido unos dones, se responsabilizara de su suerte e hiciera un uso correcto de ellos.
Así que, ahora que se acerca el fin del año y solemos plantearnos cambios para mejorar nuestras vidas, quizá podríamos volver la mirada hacia esos viejos teólogos y encontrar una nueva virtud que nos permita superar tan viejo pecado.
Y si alguien cree que no conoce a ninguna persona que posea un don especial, que no se preocupe. Porque es posible que nunca haya soñado con ángeles de alas de fuego que le inciten a pintarlos, pero estoy convencido de que le bastará una pausa en su vida, un descanso apropiado para mirar con la suficiente honestidad dentro de sí misma, para encontrarla.
Fernando Torrijos
Licenciado en Historia del Arte.
Artículo tomado de la revista "Cuerpo y Mente" nº128